Texto leído en la presentación de Actos mínimos y Querido joven maravilla
“Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos.”
-Saer, El entenado
A veces, como casi cualquier lector, tengo unos caprichos terribles: de querer leer más, de leer mejor, de volver a leer con más tiempo determinados libros, de leer mejores traducciones, etcétera. Pero lo que a mí más me tortura es que me falten los libros que deseo. Así de sencillo. No llegar a ciertos libros, porque ni siquiera los tengo. Es un problema bastante común –supongo– y que puede remediarse con los años, y también con un uso –digamos– coherente de los ahorros, porque tampoco es posible ir a una librería y pedir el estante que va de la “A” a la “C”, pero en fin, eso no viene al caso hoy.
El problema es otro: porque a veces, también, deseo los libros que todavía no existen. Morábito dice que ese libro que tanto buscamos en el vacío de la biblioteca deberíamos escribirlo nosotros, y en algunos casos estoy de acuerdo. Esta, sin embargo, es una excepción, porque a veces el libro que necesitamos no es el que nos toca escribir, sino que es, necesariamente, el de otrx. ¿Dónde está, por ejemplo, la obra completa en un solo tomo –acá doy algunas ideas– de la poesía de María Elena Walsh, o de Edgardo Zotto, Elvira Orphée, o una edición que no se caiga a pedazos de la poesía de Sandro Penna?
Sé que este capricho del que hablo es algo incurable. Me consta, a su vez, que es un poco ridículo y por eso sé que tengo que aprovechar esos momentos en los que me puedo olvidar y festejar los libros que me llegan, o que nos llegan –mejor dicho–. En ese sentido, la salida, casi en tándem, de Actos mínimos (Kintsugi) y Querido Joven Maravilla (Mágicas Naranjas) fue un sobresalto y una alegría muy especial. O mejor, una emoción mezclada entre el alivio de decir: “Al fin!”, y también del agradecimiento, así que dije: “Gracias”.
Para un poeta joven tener estos dos libros es indispensable por una razón de la cual me gustaría charlar hoy –si les parece–: yo leí Actos mínimos y Querido Joven Maravilla como dos diarios de viaje; con aventuras distintas, con estilos diferentes, pero que forman parte de un solo viaje. Algo así como un todos los viajes el viaje: el que un poeta emprende hacia su propia poesía, hacia su propia voz, y que está repleto de los obstáculos que construye el discurso del sentido común, la lógica del mercado que busca homogeneizar cualquier desvío, o las barreras que la estética imperante de un determinado momento también se empeña en levantar. Los monstruos de cualquier aventura: sin ballena no hay Moby Dick.
Mientras escribo esto, pienso acerca de la escritura, de los diarios, los viajes, y me pregunto: ¿viajar, escribir, no es esconderse, aunque sea un poco, de la vida? George Perec responde: (...) “Creo que hay una cosa que define bastante bien la vida en primer lugar y después la infancia y la escritura: es un niño que juega al escondite. No se sabe muy bien qué nos apetece más, si que nos encuentren o no; si nos encuentran se acabó el juego, pero si no nos encuentran aún hay menos juego. Si uno se esconde tan bien que no lo vuelven a encontrar se muere de miedo, por eso cuando uno juega al escondite se las apaña siempre para que lo encuentren”. La escritura de estos dos libros se parece, de algún modo, al gesto al que hacen los niños cuando, al esconderse, busquen que los encuentren: hacen ruido cuando deberían estar en silencio; o dejan algo tirado en el piso que no debería estar ahí.
No sé con qué amigo fue que hablábamos sobre las poéticas de Carlos y Osvaldo. Creo que fue en un asado con Alejandro Lastra, Federico Tinelli, y Simón Azar, todos poetas amigos. Dijimos muchas cosas, casi todas fueron sentencias obtusas de poetas jóvenes extasiados por la poesía, y mayormente por el vino. Es decir, devaneos completamente olvidables, pero con excepción de una sola cosa: todos coincidimos en la lateralidad desde la que se escriben estas dos obras. Son obras escritas en lo que la crítica llamaría “la periferia”, incluso “lo subalterno”. Yo prefiero decir: obras escritas en la llanura, en el desierto, o en el silencio –si se quiere–. ¿Porque qué otra cosa hace un poeta más que responder al silencio con su poema, o más bien de interrumpir al silencio, alguna que otra vez, con un tributo melódico, o una canción hecha a la medida del corazón?
Una cosa más y paso la palabra. Susan Sontag en su ensayo sobre los Carnets de Camus dice que el diario es el lugar donde los escritores actúan heroicamente ante sí mismos. Y, en otro texto, Hebe Huart dice que un niño que escribe, en realidad, es un niño que conversa con el papel. Creo que estas dos citas forman parte de una conversación que tienen Actos mínimos y Querido Joven Maravilla de manera secreta, porque parece que en ambos libros se escribe entre el heroísmo y el goce de la infancia como un lugar mejor, más atento a las cosas que suceden, más delicado. Todo esto me lleva a la tentación de hablar del viaje del héroe, o el camino del héroe, pero no lo voy hacer porque no es eso de lo que estoy hablando. Para mí, mis héroes son los poetas.
Por último, me parece que ya es obvio decir que Carlos y Osvaldo ya no tienen un lugar “lateral” dentro de la poesía argentina, y que ahora sus diarios, o sus cocinas de escritura están abiertas para nosotros. Así que por eso quisiera agradecerles, porque un lector puede ser caprichoso, pero también agradecido. Sobre todo, agradecido.
Selección de textos
Actos mínimos (Kintsugi, 2022) – Carlos Battilana
Teoría del origen
No sabía matemáticas. Calculaba el lapso en que llegaría la próxima prueba, y el aire, poco antes del examen, comenzaba a enrarecerse y la dulzura de los días se contaminaba de malos presagios. El origen de mi negación a las matemáticas puede provenir de dos motivos: el primero, a la frase de mi vieja que me dejaba completamente a la intemperie antes siquiera de encarar un problema matemático: “te falta la base”. El segundo motivo se remonta, seguramente, a un episodio de la niñez. Cuando comencé tercer grado, nos habíamos mudado de Paso de los Libres a Buenos Aires. A los pocos días de iniciarse las clases, mientras mi proceso de adaptación a la gran ciudad se iba desarrollando con éxito, la maestra soltó una frase letal: “Y ahora vamos a hacer problemas”. Los compañeros parecían alborozados, y además entrenados en la materia ya que nadie preguntó qué eran los “problemas”. Presentí que era un tema que habían visto en segundo grado y que en mi pequeño pueblo se habían pasado por alto. Sin destreza, no sabiendo por dónde comenzar, en vez de concentrarme en los números, las proporciones y los acertijos, yo me detenía en los nombres propios del texto, en los objetos y en los lugares, como si fueran lo importante, y no como el relleno anecdótico del enigma. Yo levantaba la vista hacia mis compañeros, y presentía que mi interés no era lo que se solicitaba, y me rezagaba con una sonrisa boba mirándolos. “Si Miguel lleva a la escuela 9 galletitas dulces y las reparte en 3 mitades ¿cuántas galletitas dulces comerá por recreo?”. Me perdía en el lenguaje. Me enredaba. Me demoraba en palabras como “recreo” o “dulces”. Con el paso del tiempo me di cuenta de que los nombres, las cosas y los lugares designados eran un mero añadido. Me daba rabia el modo de razonamiento de la ciencia matemática. Con el fin de que esa materia no me molestara más, aspiré a los procedimientos rutinarios. Que la estructura de los problemas fuera siempre similar. Crecía mi fobia por los alumnos ingeniosos que llegaban al mismo resultado por un camino distinto. Y por venganza al desprecio por parte de la ciencia matemática de nombres como Miguel, Mariana o Mabel, de objetos como “caramelos” o “galletitas dulces” y de lugares como “jardines” y “escuelas”, “Bariloche” o “Carlos Paz” —todos objetos subsidiarios del problema, elementos relativos, meros ornamentos— estimo que me entregué a las divagaciones y la distracción. Las palabras usadas como instrumentos de relleno me provocaban perplejidad y algo de mí decía que NO: “Mariana vive en Bariloche. Es invierno. Con su amiga María Laura ha construido un muñeco de nieve con 7 copos de 200 gramos cada uno. ¿Cuánto - pesa el muñeco de nieve?” Fue a través de estos fragmentos, de esos pequeños problemas, cómo la nieve de la imaginación se iba expandiendo o deshaciendo. Según quién lo juzgara.
Viajantes
Me gusta la palabra “viajante”. Me gusta en su acepción original (“dependiente comercial que hace viajes para negociar ventas o compras”), pero también me resulta interesante imaginarla como un participio de presente, algo que va ocurriendo de manera simultánea y continua. Recuerdo una canción que hablaba de una muchacha que se peinaba en la cama, y de los viajantes que se iban a atrasar. Esa administración del tiempo por parte de los viajantes, que se desplazan y recorren rutas y caminos recónditos por tareas comerciales, siempre me provocó curiosidad. Qué rareza... Una parte de la palabra pareciera que tuviera ganas de merodear o de pasear por las diferentes localidades por donde transita, demorarse en sus calles misteriosas, en la plaza pública, en las primeras luces nocturnas del pequeño centro a las siete de la tarde: Saladillo, 25 de Mayo, Pellegrini, Bragado, Tapalqué... Esa hora de la tarde-noche en la que un martes, un miércoles, los vecinos del lugar se retiran a la TV, a la cena, luego de plegar sus sillas en la vereda, o de haber hecho el último mandado, quizás con un poco de frío. ¿Y los viajantes? ¿Quién los acompañará en el pequeño hotel? ¿Quién sostendrá su cena? Esas horas de silencio: ¿en qué sitio se guardan, en qué cofre? Hay un libro de Osvaldo Aguirre, Lengua natal (2006), que hablaba de los amoríos furtivos del viajante y la modista, esas mínimas historias que se destinan al olvido polvoriento de los pueblos. Viajante como oficio, sí, como último avatar de una tarea que se vuelve anacrónica en la era de Internet; y viajante también como acepción imaginaria: robarle un pedacito a la palabra, robarle su raíz, y soñar un viajecito sin objetivo, sin cálculo al centro de la llanura.
La lengua íntima
Siempre asocié los nombres con colores. Como algo natural: Cristina: blanco. Carlos: negro. Emilia: rosado. Marcos: marrón. Claudia: rojizo. Guillermo: verde. Diana: amarillo, tirando a beige. Hugo: azul oscuro. Etcétera. De chico pregunté a un compañero de qué color era Daniel: para mí era verde claro. Me resultaba evidente. Pero no. Me miró con cara extraña como diciéndome: ¿de qué planeta viniste? Son esos pequeños rechazos en donde nuestro mundito no conecta del todo. Es como un malentendido esencial, o como una falla geológica con la que tenemos que convivir con cierto humor, por cierto, porque ese modo de ver no encaja del todo. Recuerdo que apenas llegado a Buenos Aires, pregunté a mis compañeros de colegio, casi instintivamente: “¿Jugamos a la embopa?”. En Corrientes, en el límite con Brasil, significaba jugar a la mancha. Con el tiempo supe que es un término guaraní. Nadie entendió nada. Esa otra lengua que tenemos internamente, que nos ha impregnado y que ha fundado nuestra subjetividad, no está formada sólo por palabras sino también por otros símbolos y asociaciones. Todo eso tiene un ritmo y un color. Posiblemente ese universo imaginario y sonoro nos define. La poesía puede manifestarse como la exploración de esa latencia lejana y de ese contacto babélico con los otros. La lengua ajena y la lengua propia chocan y hacen combustión. En ese contacto y en ese contraste tal vez suceda una forma, una resonancia y el comienzo sonoro de una voz. La voz singular del poema.
Iniciación
Más allá de quien nombra, es posible pensar con muchos otros poetas que no es que damos lugar a la poesía sino que es la poesía la que nos da lugar a nosotros como sujetos de una experiencia verbal. De allí que más que hablar o enunciar, somos hablados por el poema. ¿Qué supone esto? Que no controlamos la escritura sino que el flujo de lo poético deja su marca como la inscripción de una lengua social en permanente ebullición. Con los materiales de la lengua concebida como un sistema codificado, la aspiración del poema parece ser la de construir otra lengua más allá de la adscripción a una autoría. Una lengua extranjera. Según el curador y crítico de arte Rafael Cippolini, “la imaginación es una tecnología insuperable”. El arte de combinar puede suponer distintas tecnologías (verbales, plásticas, sonoras), pero la imaginación es, finalmente, la matriz indispensable que da vida a los lenguajes artísticos. Cuando se piensa en la escritura como flujo verbal, tiende a pensarse inmediatamente en técnicas como la escritura automática de los surrealistas. No obstante, corregir un poema, ese acto posterior (suprimir una coma, tachar un verso, separar una palabra del resto en el blanco de la página) también es una forma de la imaginación y el pensamiento que da lugar a la escritura poética. Una escritura del pensamiento imaginativo que incluye el deseo. Y esos actos mínimos, posteriores al primer borrador, que hacen emerger el detalle y el matiz, contienen el anhelo de que el lenguaje de la poesía no se anule sino que, por el contrario, pueda manifestarse. El tipo de ritual que se ejerce para escribir un poema es particular, incluso una superstición que forma parte de la mitología de cada poeta. Lo que no se puede nunca es abandonar la aventura y el riesgo de ser un principiante cada vez que se escribe. La poesía va a contrapelo de las nociones de profesionalismo y pericia.
Querido joven Maravilla (Mágicas Naranjas, 2022), Osvaldo Bossi
La imperfección es la cima
Los poetas no saben escribir. Por eso, precisamente, escriben. El otro día, por ejemplo, leí un poema “impecable”. No sobraba una palabra, no faltaba una coma. Cada corte de verso era el más acertado y no otro. Entonces pensé: Qué bien escribe este poeta. Pero enseguida me pregunté: ¿eso es todo? ¿La meta es conseguir un poco de admiración? Lo raro, es que después de leerlo, sentí todo lo contrario. Sentí que de tan bien escrito estaba mal escrito y que, de tan bueno, era malo. Como si la perfección de un poema estuviera en su imperfección, distinta en cada poeta. Limpiar mucho un verso, lavarlo con lavandina, puede ser un error fatal. Hay poemas que se mueren así. No olvidemos que, para que un cuerpo viva, un poco de microbios y de mugre es imprescindible. Lo que me lleva a pensar que, a lo mejor (sólo a lo mejor) la más difícil lucha no sea con la forma de un poema sino contra nosotros mismos. Nuestro ego, querido Robin, una vez más. Yo entiendo que un poeta joven quiera escribir como Shakespeare (la frase es de Borges) pero un señor mayor, que sabe que la muerte existe y que todo es olvido, ¿por qué no relajarse un poco y escribir el pequeño poema que, si tuvimos suerte, nos tocó escribir? Un poema “perfecto” es como esas casas impolutas, sobre todo esas cocinas que parecen salas quirúrgicas donde nadie se sentó nunca a tomar un café. NI mucho menos fritó un par de milanesas y las acompañó con ensalada… Que los poemas son de la vida, Robin, aunque hablen de la muerte.
El yo lírico otra vez
Robin, sé de algunos poetas, muy probos, que incomprensiblemente le temen al yo y le escapan, en sus poemas, como a la peste. Cuando es apenas una ficción, un recurso, la manera que tiene la poesía de decir “nosotros”. “Yo, yo, yo, yo… ¿qué es eso?”, se preguntaba Idea Villariño, después de haberlo utilizado hasta la extenuación. Pero era mujer, es decir, tenía que interrogarse… Sólo alguien cómodamente instalado en la realidad puede omitir o censurar esa pregunta. En mi caso, fue como si estallara una bomba en mi corazón, como si cayera una gota de ácido en medio de una telaraña… Por otra parte, ¿la lírica no se funda en eso? Sólo un tonto puede creerle todo a un poeta. Los poetas mienten, Robin, y esa mentira es su manera de decir la verdad. Una vez escuché decir a un poeta grande, muy prestigioso, que se toma en serio todas estas cosas, que había investigado el yo lírico del poema “Los mares del sur”, y que los datos, las fechas, no coincidían con la realidad, es decir, no era Pavese el que hablaba en el poema… ¿No es gracioso? ¡Claro que no era Pavese!, y a la vez... Cuando alguien dice “yo” en un poema, es como si un relámpago brillara en medio de la oscuridad y, de pronto, escucháramos algo que no podíamos oír.
Los juegos peligrosos
Robin, en lo posible, no mueras en el poema. No vale la pena tanto sacrificio. Cuando Marguerite Duras dice que no se puede estar vivo en dos lugares a la vez, que para que algo viva en una parte (en el poema, por ejemplo) debe morir en otra, seguro tiene razón. ¡Pero que sólo sea una muerte imaginaria! Anoche estuve releyendo los Diarios de Pizarnik y todo el tiempo sientí que era excesivo lo que me daba. Mejor dicho, lo que le entrega a la literatura. Escuchá este fragmento, París, 1961. “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues ésta no existe: es literatura”. Fragmento hermoso, si los hay (y el Diario está lleno de estas piedras preciosas) lástima que ella misma se lo creyó. Cada frase, cada poema, se vuelve un ataúd perfecto. No, Robín. Decile que no a ese destino. A los poetas les cuesta vivir en la realidad, es cierto, pero entregarlo todo (estrellas, mares, amigos, mañanas oscuras, mañanas luminosas, cuerpos amados, resplandecientes) por un puñado de versos que vaya a saber uno qué destino tendrán… A mis alumnos siempre les digo: “No jueguen a ser poetas; es un juego peligroso. Un día terminás sintiéndote solo como Emily Dickinson y bajás las persianas y te volvés un fantasma inmaculado”. No, Robin. No: Andá a la calle, viví. Jugá a la pelota con tus amigos, reí mucho y hacé el amor todas las veces que puedas. De esa vida, transfigurada, se nutren los mejores versos, creéme.
Batman y el vendedor de garrapiñadas
Robin, me encontré la otra noche con el muchacho que vende garrapiñadas en la estación de Once, y mientras me embolsaba un puñado de esos maníes confitados y coruscantes, me dijo, muy entusiasta, casi sin detenerse:
-Usted seguramente sabe más que yo, don Batman, pero algunos poetas se les va la mano con el tema del dolor. El dolor es otra cosa, ¿no le parece? Sin embargo, algunos creen que cuanta más angustia hay en sus poemas, más profundos se vuelven. Leyeron mal a Rilke, y al santo patrono de la angustia, Eliot. Y muy mal, muy mal a Pizarnik. La poesía es otra cosa, don Batman. La poesía es ligera, o se viene abajo como el Titanic. (Tan enorme, tan indestructible que parecía…) Cuanto más sincero es un poema, más pesado se vuelve. Mejor tirar la sinceridad por la borda. ¿A quién quieren engañar? Los poetas mienten, mienten todo el tiempo. Cualquiera lo sabe. Platón lo sabía y por eso los echó a patadas de su República. Ellos y sus poemas. Cuando empieza la sinceridad termina la poesía, don Batman. Cuando empieza la angustia, lo mismo. La poesía duele porque no duele, mata porque no mata. No hay verdad, hay apariencia de verdad. No hay dolor, hay apariencia de dolor. Espejo de un espejo de otro espejo... Algunos se hacen cargo de esta paradoja (Frank O’Hara, Susana Thénon, Leónidas Escudero, Marosa Di Giorgio...). Otros, ni siquiera se dan cuenta.y se tiran de cabeza a su mar de angustias. Poetas,,paren de sufrir…! El dolor es otra cosa, don Batman. ¿No le parece? Basta con que miremos un poco a nuestro alrededor…
Era un muchacho vivaz y muy decidido, y mientras hablaba, no dejaba de mirar hacia los costados y de sonreírse,. Como te imaginarás, Robin, le di la razón en todo. Y le dije, como al pasar, que sus garrapiñadas eran las más ricas del mundo… Desde luego, no me creyó.
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Osvaldo Bossi (Buenos Aires, 1960). Es poeta y narrador. Publicó los siguientes libros: Tres (Bajo la luna, 1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001; Viajero insomne, 2014), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado. Tres (Sigamos enamoradas,2006), Del Coyote al correcaminos (Huesos de Jibia, 2007; Editorial Folía 2010), Esto no puede seguir así (Letras Y Bibliotecas de Córdoba, 2010), Casa de viento, antología personal (Nudista, 2011), Ni la noche ni el frío (Textos intrusos, 2012), Chicos malos y otros libros (Editorial Conejos, 2012), Como si yo fuera su novia (Editorial Mágicas naranjas, 2013), Adoro (Bajo la luna, 2009; Modesto Rimba, 2017), Yo soy aquel (Editorial Nudista, 2014), A dónde vas con este frío (El ojo del mármol, 2016), Los poemas de amor que el Coyoye le escribió al Correcaminos (Mágicas naranjas, 2018), Las estrellas celosas (Alción, 2018), Única luz del mundo, poesía reunida (Caleta Olivia 2019), Agüita Clara (Gog & Magog, 2020) y Un tonto deseo de amor (Aranga Ranga, Chaco, 2021). Forma parte de diversas antologías de poesía argentina y latinoamericana. A su cargo está la coordinación del ciclo de lecturas "El rayo verde". Encargado de la formación en el área de escritura, coordina talleres de poesía en forma grupal e individual.
Carlos Battilana: Es autor de los libros de poesía Unos días (Libros del Sicomoro, 1992), El fin del verano (Siesta, 1999), La demora (Siesta, 2003), El lado ciego (Siesta, 2005), Materia (Vox, 2010), Presente continuo (Viajera, 2010), Narración (Vox, 2013), Velocidad crucero (Conejos, 2014), Unwestern del frío (Viajero Insomne, 2015) y Una mañana boreal (Club Hem, 2018). La editorial Caleta Olivia publicó su poesía reunida con el título de Ramitas (2018). También publicó las plaquettes Una historia oscura (Ediciones del Diego, 1999), La hiedra de la constancia (Color Pastel, 2008) y Fluido eléctrico (Ediciones Arroyo, 2019). Sus poemas han aparecido en antologías de poesía argentinas y latinoamericanas. Realizó la compilación y el prólogo de las crónicas periodísticas de César Vallejo reunidas en Una experiencia del mundo(Excursiones, 2016). Publicó el libro de ensayos El empleo del tiempo. Poesía y contingencia (El Ojo del Mármol, 2017). En co-autoría escribió el prólogo a Nuestra América de José Martí (Biblioteca del Congreso, 2019). Se desempeña como docente universitario. Ejerció el periodismo cultural. Nació en Paso de los Libres (Corrientes) en 1964. Reside en Buenos Aires.
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