En el mes de marzo, cuando una amiga me recomendó leer Apegos Feroces, de la autora neoyorquina Vivian Gornick, dije que no, que mejor no, que sabía que hablaba de la relación materna y que esas lecturas me dejaban exhausta y con necesidad de aire, que prefería leerlo en otro momento, pero insistió, dijo que iba a gustarme, que Gornick no sólo hablaba de su madre, sino también del amor, del trabajo y de la soledad. Inmediatamente pensé que hablar del lazo materno es hablar de la soledad, pero que debía darle una oportunidad, quizá esta vez lograría que la lectura no me sofoque, quizá podría administrar mejor mi emoción, y también cuánto dejaría entrar a la autora a mi mente, a mi madre, y a mi voz -voz fantasmal que sale y pide, y me cuenta lo que no sé de mí, para luego irse y dejarme frente a lo inconcluso: el mapa de mi historia.
En un grupo de whatsapp una compañera de un festival de literatura preguntó a quién le escribíamos y la mayoría contestó que escribían para ellxs. Luego la misma chica contó que Leónidas Lamborghini quiere escribirle al pueblo, pero le escribe a los poetas, a los neuróticos. Otra compañera habló de los poemas como cartas y citó a Emily Dickinson: esta es mi carta al mundo / que nunca me escribió, y también de Juana Bignozzi, citando un poema que bien recuerdo, porque hace unos años me atravesó como flecha y repetí incansables veces como plegaria. Provocó en ese momento lo que produce la revelación: belleza, luz entrando al cuerpo, estacionándose, generando complicidad, diciendo: ahora vos y yo sabemos esta verdad. Esa entrega que hace el poeta al lector se parece a la entrega de un talismán, un talismán secreto y precioso, eso hizo Bignozzi conmigo cuando escribió: no tiemblen cuando escuchen lo que voy a decir / la poesía es la palabra de la muerte / no la niega le da sonido / habla con ella.
Pensaba que hace años no me hacía esa pregunta (¿para quién escribo?) y que quizá nunca me la hice en verdad. Pensaba que es difícil, como todo lo que conlleva una pregunta simple -que nunca es simple- pensaba que escribo para mí, claro, para entenderme, para dar de frente con las infinitas posibilidades, pero, sobre todo, con las infinitas limitaciones, porque conocer los límites requiere valentía y escribir es abismarse y oscurecerse e iluminarse. Es el intento, al fin y al cabo, escribir es el intento. Pensaba que escribo por eso, pero también le escribo a lo que me excede, a un todo que me llama: núcleo en el que están lxs otrxs, la muerte, Dios, el mundo. Escribo respondiendo a la necesidad que me exige de manera espiritual, a la necesidad de hablarle a eso. Pero pienso inevitablemente en mi madre. Hace poco leí, no recuerdo dónde, que nunca dejamos de escribirle a nuestras madres, y me pareció injusto, y me pareció hermoso.
También pude reconocer lo arbitrario del pensamiento, la inmediatez de su presencia. La inevitable y posterior reflexión sobre qué abarca el lazo materno, de qué hablamos cuando hablamos de él; en mi caso, no pienso en mi madre, no se reduce a su figura, a su rostro, no termina ahí. Gornick escribió: “mi madre está familiarizada con todo lo que ocupa mi mente”. Universo de símbolos, significaciones. Elementos que construyen la mirada hacia el afuera.
Hace unos años, cuando leí a Sharon Olds por primera vez, me sumergí en el tipo de escritura que hoy podría llamar sagrado: una escritura que me enseñó a pausar el tiempo, cerrar los ojos, y hacer silencio; sobre todo, a hacer silencio. Lo necesitaba para ir hacia lo hondo. Quería que sea parecido al que encontraba en los templos, en las iglesias. Escribí una serie de poemas titulados “Conversaciones con la muerte y mi madre”, que nunca leí en público. Escribí sobre ella y su duelo, y mis hermanos, los vivos y los muertos, mi relación con el universo y la voz, ay, de la voz, ¿somos nosotrxs quienes le damos forma, o es ella quién nos da forma a nosotrxs? ¿es un sujeto? ¿quién está en la voz? ¿nosotras? ¿nuestras madres? ¿y el poema, quién habla en el poema? y tantas preguntas más que quedan por hacer, que haremos, y se harán. Años después de esos textos que Olds me impulsó a escribir, la voz que escribe es otra, pero es la misma. Puedo identificarla. Está en lo infinito, en lo que cambia, y es la misma que probablemente le escriba siempre al lazo materno, porque no he dejado de hacerlo, y las escritoras que me apasionan tampoco. Y en realidad nadie en este mundo. Ni un segundo. Ni siquiera quienes no escriben han dejado de hacerlo. Pero puedo leer libros sobre ese animal acaparador, que nos alimenta y lanza al mundo, ese animal tierno, despiadado, terrible, y descansar en él, y escribir, que es lo más importante, porque, bueno, después de todo, para qué sirve todo esto.
Commenti